El agua de azar

El agua de azar

Mi abuela tenía la costumbre de que todos los Jueves Santos bañaba la casa con agua de mata de azar. Decía que era para sacar las malas energías y preparar el hogar para el Señor. Lo curioso era que solo usaba esa mata, mientras el resto de vecinas empleaba toda clase de hierbas y maderas aromaticas.

Desde el miércoles por la mañana preparaba los manojos de hojas y flores que luego ponía a hervir por unas cinco horas, hasta que quedaba un agua aromática que se sentía a dos cuadras antes de llegar. El jueves, muy temprano, empezaba a rezar el Padre Nuestro y a regar esa agua por todos los rincones.

Un Jueves Santo, cuando yo tenía unos doce años, me despertó su ajetreo. Eran apenas las tres de la mañana y, desde la cortina, vi su sombra pasando de un lado a otro en la sala, manoteando como si peleara con alguien. Pensé que quizá mi abuelo se había emborrachado, pues solía recibir su paga el miércoles y, tras darle casi todo el dinero a mi abuela, se guardaba algo para comprar ron y jugar dominó. Eso enfurecía a mi abuela, porque para ella era una falta de respeto embriagarse en Semana Santa.

Me asomé con cautela. La vi con una ollita de agua de azar, echándola en el suelo alrededor de una silla y rezando. En la silla había alguien sentado: solo le veía los pies. Cuando me fijé, noté que era mi abuelo, pero se veía extraño, con una expresión fría, casi demoníaca, y una protuberancia en la frente. Miraba a mi abuela con rabia, mientras ella, desesperada, rezaba, lo mojaba y, a ratos, contenía el llanto. Cada vez que lo hacía, él se reía con maldad. Me asusté y regresé al cuarto.

La escena se repitió el Viernes Santo. Esta vez mi abuela se desplomó, arrodillada ante él. Mi abuelo se levantó: parecía más alto y corpulento. Con una sonrisa extraña le besó la frente. Mi abuela reaccionó como despertando, se persignó y regó mucha agua de azar; él quedó tieso y cayó de nuevo en la silla, sin dejar de sonreír.

Ese día mi abuela permaneció callada, haciendo cosas en la cocina y luego sentada en el patio. La madrugada del sábado no pasó nada. Mi mamá llegó temprano; mi abuela, angustiada, le decía:
—Algo le pasó a tu papá, porque anoche y anteanoche vino aquí a burlarse de mí, a decirme que se lo iban a llevar. Menos mal tenía lista mi agua de azar, porque no me voy a dejar mortificar por brujo ni por gente puerca.

El Domingo de Resurrección, a las tres de la tarde, mi abuelo apareció desgarbado y ojeroso. Contó que había estado en un pueblo llamado Atillo, que un compadre lo invitó a beber y, tras un trago, le dio un dolor de cabeza terrible. Decía que veía un chivo que se reía de él y que estuvo en una choza delirando de fiebre. Un rezandero lo atendió y, según él, el chivo —enorme, pelirrojo, que caminaba en dos patas— exigía su alma, pero el rezandero lo dejó ir a la segunda noche porque no pudo doblegarla. Mi abuelo nunca supo que aquel rezandero estaba tras mi abuela y lo usó a él para intentar llevársela.

Desde entonces le tengo profundo respeto a la Semana Santa, a las cosas de Dios y al olor de la mata de azar de la India, que siempre tengo sembrada en mi casa.

guataco historia #2

Existe una criatura que habita en las zonas de los ríos y se aparece en lugares solitarios, en medio del monte. Algunos lo confunden con el pasarroyo o el guataquí, lagartos que pueden correr sobre el agua; otros dicen que es un moán o un duende. Su encuentro en Semana Santa es presagio de castigo por desobediencia, como le pasó a Libardo.

Libardo era un muchacho de padres campesinos, criado en Bogotá. Tenía catorce años cuando visitó a su familia del pueblo en Semana Santa. El jueves, sus primos lo invitaron a bañarse en un caño. Pidió permiso a su abuela, pero ella fue tajante: “Hoy no, estos días se respetan”.

Los primos se burlaron llamándolo mimado y, cuando ella dormía la siesta, Libardo se escapó. Caminaron lejos, atravesando matorrales y bejucos, hasta llegar a una posa de agua cristalina rodeada de árboles. Sus primos se desnudaron y saltaron, mientras él dudaba. Lo presionaron entre risas: “Si no te quitas todo, cuando llegues mojado te castigarán”. Finalmente, se despojó de la ropa y entró al agua.

Ellos propusieron un juego de resistencia bajo el agua. Libardo, queriendo demostrar sus habilidades, aceptó. Cuando emergió, había pasado más de un minuto… pero sus primos habían desaparecido, llevándose su ropa. Se sintió solo, avergonzado y asustado. Gritó, lloró y golpeó el agua. De pronto escuchó una voz burlona que repetía sus palabras:
—¡Sea, sea!

El lugar quedó en un silencio sepulcral. El agua se inmovilizó, ni la brisa ni los árboles se movían. Un siseo lo rodeaba. “¿Quién está ahí?”, preguntó. Nadie respondió. Entonces vio dos ojos amarillos brillando en la espesura, luego un hombrecito de apenas quince centímetros, con piel traslúcida, una cresta negra en vez de cabello y el corazón palpitando a la vista. Sus ojos, recubiertos por una membrana lechosa, lo miraban con maldad mientras reía a carcajadas y corría sobre el agua hacia él.

Libardo, aterrorizado, salió como pudo y corrió desnudo hasta la casa. Sus primos estaban allí, mudos, mientras la abuela atendía a uno de ellos mordido por una culebra. Esa semana, desde las tres de la tarde, un siseo recorría la casa hasta el Domingo de Resurrección.

Comments

No comments yet. Why don’t you start the discussion?

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *