EL MEDICO (RELATOS NOCTURNOS)

EL MEDICO (RELATOS NOCTURNOS)

Esto le pasó a una tía. Ella vivía en Juan Santiago, eso fue hace muchos años, como en 1995. Estaba recién mudada por allá porque se había conseguido un trabajo como docente en un colegio de allí. En ese entonces estaba sola, no se había casado ni tenía hijos, así que irse a otro lado a trabajar no era problema. Consiguió una casa pequeña en donde vivir, cerca del colegio y a buen precio.

Pero un día comenzó a vivir una situación un tanto extraña con un señor que pasaba por su calle siempre a la hora en que ella salía para el trabajo. Según este hombre, él era médico, siempre vestía de traje negro, un sombrero blanco y cargaba un maletín de esos cuadrados que se llevan de la manija.

La primera vez que lo vio, él le dio los buenos días y ella, por educación, le respondió. Pero notó que había algo raro en él: sus ojos tenían algo de misterio, como si se pudiese ver la maldad en ellos. Se notaban opacos, grises, sin vida. No le inspiró confianza desde ese primer encuentro, menos cuando le preguntó que cuándo se dejaba atender de él, que supuestamente era un médico muy reconocido, que no le iba a cobrar nada porque le había caído bien y que si quería podía ser ahí mismo, en su casa. Obviamente mi tía le sacó el cuerpo y le dijo que no, al tiempo que seguía su camino.

Desde ese día se lo encontraba todas las mañanas. El hombre parecía esperar a que ella saliera y hacía como si casualmente estuviese pasando por ahí. Le decía los buenos días y enseguida le ofrecía algo: un frasco de pastillas, un jarabe, unas gotas, una crema… siempre con algún cuento sobre sus talentos para curar dolencias, bajar de peso, quitar celulitis o mejorar la piel. Pero mi tía nunca le prestaba atención, lo dejaba hablando solo y se iba.

No solo le incomodaba verlo, sino que empezaba a generarle miedo.

Un día la situación llegó demasiado lejos. Mi tía Teresa estaba cerrando la reja de la casa para irse al trabajo cuando de repente sintió que una sombra se le acercó por la espalda. Antes de que volteara, una mano áspera le untó un líquido frío por el cuello. Fue tan repentino que no supo cómo reaccionar. Empezó a gritar y varios vecinos salieron alarmados, pero solo la encontraron llorando en el andén, con un frasco verde tirado al lado. Del tipo no había rastro.

Desde ahí optó por no salir más sola. Puso el caso en la policía, pero nadie daba con la descripción del hombre. Entonces decidió esperar a un grupo de mujeres del sector que llevaban a sus hijos al colegio, y se iba con ellas.

Un viernes, saliendo para las vacaciones de mitad de año, terminó su jornada, recogió sus cosas y salió a esperar un bus hacia San José. Cuando se estaba subiendo, algo pasó dentro: todos empezaron a salir desesperados. Ella apenas iba en las escaleras cuando un muchacho prácticamente se lanzó desde el asiento, golpeándola y haciéndola caer de espaldas. Aturdida, alguien empezó a limpiarle la cara con un pañuelo.

Cuando alzó la vista, se dio cuenta de que era aquel misterioso médico. Quedó fría del miedo, se apartó enseguida y la gente no entendía su reacción. Decidió regresar a su casa. El tipo se quedó observándola en silencio, con una expresión de satisfacción que le produjo profundo asco.

Ya en su habitación comenzó a quitarse la ropa y descubrió que, en la parte interna del brasier, tenía un frasquito que él le había puesto sin que se diera cuenta. Al caer al suelo, se rompió y derramó un líquido negro con un olor fuerte a azufre que le quemaba la nariz. Sintió ardor en la garganta y mareo. Abrió las ventanas, limpió todo, se bañó y pensó en irse al día siguiente temprano a su pueblo.

Pero ahí apenas comenzó su pesadilla.

Cuenta que se acostó a eso de las dos de la tarde, cuando presintió algo horrible, como si alguien hubiese entrado a su casa. Abrió los ojos y vio todo oscuro, pese a que aún era de día. Sintió un viento caliente en el rostro y un entumecimiento en el cuerpo. El vientre le dolía y percibía un fuerte olor a sangre.

Al fondo de la habitación sintió una presencia. Desde la penumbra, alguien la observaba. “Te dije que era buen médico”, dijo una voz. Ella quiso gritar, pero no podía. El hombre se acercó: su piel era gris y agrietada, sus ojos profundos, su boca enorme. Se sentó a su lado, le secó el sudor y recogía cada gota en un frasco. Luego empezó a rezar palabras extrañas mientras apoyaba la mano en su abdomen. Algo dentro de su cuerpo se movía como buscando salir, hasta atorarse en la garganta. Quedó inconsciente.

Cuando despertó, eran las 11 de la noche. Fue a la cocina a encender una lámpara de gas y lo vio sentado en la sala, sonriéndole. Corrió a la calle pidiendo ayuda, pero las personas parecían ignorarla. Finalmente, unos transeúntes la auxiliaron.

Se estaba desangrando. Tenía tres cortes profundos en el vientre en forma de cruz. La llevaron donde una enfermera del pueblo y, mientras oraban, empezó a expulsar un líquido amarillento y espeso, y al final, una bola de sangre envuelta en un trapo negro.

Al hombre nunca lo encontraron. Nadie en el pueblo lo reconocía.

Años después, lincharon a un viejo que había intentado raptar a una muchacha. Cuando la víctima apareció, tenía las mismas marcas que mi tía. Ella lo reconoció por un collar en la muñeca izquierda. Al revisar su casa, encontraron altares satánicos rodeados de frascos con mechones de cabello, prendas de mujer y hasta dedos humanos.

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